Menú con estrellas
José Manuel Fernández [Periodista]
Tenía curiosidad por asistir a una velada gastronómica en uno de los templos de las estrellas Michelin, y reconozco que no me defraudó la experiencia: hay sin duda una interesante labor creativa que complace el paladar y rememora sensaciones gustativas olvidadas. Hay un esfuerzo en Jaén por revitalizar el sector hostelero, en base a la investigación y la calidad, y encuentro sentido al deseo de recuperar emociones intelectuales que no dejan a un lado la cultura local, o no debieran hacerlo.
Ahora bien, eso no es todo ni todo me parece perfecto. La puesta en escena es otra cosa. Los menús largos y estrechos tienen algunas complicaciones que se podrían corregir, para mejorar el bienestar de los comensales, que debía ser el objetivo realmente importante. Se olvida, a veces, que la reunión en torno a una mesa no deja de ser un acto íntimo, reservado, y con tanto trajín de platos deja de tener sentido. No hay cabida para la conversación (que no sea la relacionada con ese vendaval de platos) ni las confidencias. Uno se siente desbordado completamente por la amabilidad y eficacia del servicio.
Luego están las explicaciones que, a cada momento, uno recibe de los camareros, metres y chefs, para terminar de romper cualquier atmósfera personal en la reunión. No deja de ser un sobresalto permanente, no desagradable, pero sobresalto al fin.
En cuanto a la comida, la sensación es compleja. El pensamiento inicial, que prevalece, es que se trata de platos interesantes pero efímeros, que tienen el triste destino de ser olvidados, apenas unos minutos después de apurados los postres. El fenómeno merece cuando menos una reflexión.
El comensal se convierte en público frente a un escenario y, con el agobio del menú, impelido a dar su visto bueno a los actores a cada momento, como un aplauso después de cada escena, para no desentonar. El protagonista aquí es el plato, no el comensal.
La gastronomía forma parte de la cultura de los pueblos. Esto otro es alquimia, experimentación, muy sabrosa, sí, original también, pero sensaciones condenadas al olvido. Deberían pensarlo los modernos cocineros y los jefes de sala. La cocina arraiga cuando está presente en las vivencias, en los usos y costumbres, y acaba impregnando el alma de las generaciones que han contribuido a su creación, hasta el punto de entregarla de padres a hijos como una herencia.
Ahora nos presentan una ostra con crema serrana al escabeche, es un ejemplo, que está riquísima, pero que habría que estudiar en profundidad para conocer cómo llegó esa idea a materializarse en Jaén. Solo es un ejemplo, insisto.
Quiero decir que, en cada presentación, el comensal debe recibir mucho más que una sabia combinación de sabores. Cada receta suele concitar un cúmulo de sensaciones, experiencias y recuerdos familiares fruto de aportaciones y matices de cada generación que la ha disfrutado, que no es posible resumir en una exitosa mezcla creativa de sabores.
Reunirse en torno a una mesa, como digo, constituye un ritual que ha permanecido inalterable durante siglos, y merece un total respeto.
Aún con todo, repetiré.