Aquel primer 20-N

Aquel 20 de noviembre resultaba extraño, anormal. Salí a la calle a primera hora de la mañana, cuando  apenas había amanecido,  para ver qué se movía por Madrid. Todo permanecía cerrado, incluso las cafeterías más madrugadoras. Los quioscos, también. Los paquetes de periódicos sin abrir, se apilaban en los alrededores de cada  punto de venta, en casi todas las esquinas del barrio de Argüelles. Los viandantes, con cara de circunstancias, habían optado por deshacer los montones y servirse cada cual el diario de su preferencia. Todo en el más absoluto silencio. Eso sí, sin olvidarse de depositar el importe sobre un cartón, a modo de caja, como vemos que ocurre en las películas.

A menudo bromeaba con los compañeros de la facultad sobre esa costumbre tan americana que permite a cada uno hacerse con su periódico y dejar el dinero sin la mirada inquisidora del quiosquero. Eso en España sería imposible, coincidíamos todos. Es más que probable –pensaba yo—que alguno incluso se apropiara de la recaudación en lugar de pagar.

Identificábamos la forma de ser de los españoles con la propia de una sociedad incívica, poco preparada para las responsabilidades que impone un régimen democrático. Era lógico, por otra parte, porque durante treinta y cinco años habíamos sido un pueblo sometido a una dictadura militar, y aún nos quedaba mucho camino por recorrer en cuanto a convivencia y participación social.

En realidad, algo raro estaba pasando aquel día para que ese nuevo tipo de comportamientos se adoptase de forma espontánea. Y lo que pasaba tenía mucho que ver con la noticia que aparecía en las portadas de todos los periódicos.  Franco había muerto la noche anterior.  La que hubiera resultado una noticia impensable apenas unos meses atrás, se convertía en realidad.

España amanecía ese 20 de noviembre de otra manera. Algo imperceptible parecía rodearlo todo, imperceptible pero evidente. ¿Era aquello una sensación de libertad? Imposible saberlo.  Mi generación no había conocido otra cosa que el régimen franquista, un sistema totalitario.

Los periódicos del 20-N de 1975 publicaban ediciones extraordinarias, preparadas con mucha antelación, porque el general Francisco Franco Bahamonde, “Jefe del Estado por la gracia de Dios”, no había muerto de repente sino que había dilatado su agonía durante meses. Lo que hoy llamaríamos una noticia presentida pero no confirmada. Hubo dudas, incluso, sobre la propia fecha del fallecimiento, o sobre la confirmación de éste.

Aquellas circunstancias se convertirían incluso en tema recurrente de todas las conversaciones, bromas y chascarrillos incluidos, muy al estilo español.

Eso sí, los informativos de la televisión y la radio, todos oficiales, abrían diariamente con el mismo tema, que no era otro que la constatación de la gravedad de la enfermedad del dictador, que iba en aumento, según el dictamen del “equipo médico habitual”.

Del comunicado final se había encargado el presidente del Gobierno, Arias Navarro, que apareció en televisión ahogado en un mar de lágrimas.

Las calles de Madrid aquel 20 de noviembre parecían evidenciar, por ello, un cierto clima de transitoriedad. La capital había amanecido más silenciosa que de costumbre. Apenas era perceptible algún ruido apagado, por la escasa circulación de vehículos, lo cual acentuaba la sensación de extrañeza.

Los coches aparcados lucían todos una pegatina circular con los colores de la bandera nacional y la inscripción “Viva el Rey de España Juan Carlos I”. Además, la total ausencia de policías en el largo trayecto que va de Moncloa a Callao, a través de la calle Princesa y la Gran Vía, contribuía a dibujar un panorama insólito. Sin embargo, era evidente que ya alguien se había puesto manos a la obra en la operación de relevo al frente del país.

Dos días después, en un paréntesis del luto oficial, el Rey tomaba posesión ante las Cortes Generales como jefe del Estado, jurando las Leyes Fundamentales del Reino, para después encontrarse con los ciudadanos en la Plaza de Oriente, convocados allí por el régimen como tantas otras veces, como si se tratara de un homenaje póstumo al dictador. En primera fila, entre el público, los viejos jerarcas franquistas, con indumentaria falangista, con gesto vigilante, más que afligido.

El rostro del Rey al desfilar en coche descubierto por Madrid, mostraba también la extrañeza del momento, como si todo aquello aún no estuviera sucediendo. Pálido y compungido, tal vez era terror lo que expresaban sus ojos. La transición a la democracia acababa de empezar y todos le miraban a él.