Víctimas del desaliento

Se repite la historia, cómo no. Los inmigrantes vuelven a poblar el paisaje urbano de nuestros pueblos en busca de unos jornales en los tajos de la campaña de la aceituna. Se les ha dicho, por activa y por pasiva, que no vengan porque el trabajo está reservado a los parados locales, más de 52.000 en nuestra provincia. Pero aún así lo han hecho y seguirán haciéndolo en los próximos días. El hambre no entiende de mensajes institucionales.

Durante muchos años, en épocas de vacas gordas, los inmigrantes han resultado imprescindibles para recoger las cosechas. El campo se había convertido en un lugar demasiado incómodo para miles de jiennenses que habían dado la espalda al campo y se habían buscado la vida en otros menesteres, más productivos y menos sacrificados. Otros muchos preferían incluso cobrar el subsidio agrario y que la aceituna la cogieran los moritos, los negritos o los rumanos.

Pero llegaron las vacas flacas, y ahora resulta que esa mano de obra foránea que llegó a Jaén a por el trabajo que nadie quería, ahora son personas non gratas en nuestros pueblos. A los políticos se les llena la boca cuando pregonan una y otra vez que la prioridad en los tajos la tienen los parados autóctonos. Seguro que están abochornados por las escandalosas cifras de parados y, claro, la solución pasa por recolocar en el campo a los desempleados de otros sectores y cerrarle las puertas a esos inmigrantes porque ya no nos sirven. ¡ Cuánta demagogia ¡

Pero, ¿han contado con los empresarios? Muchos olivareros han consolidado en los últimos años eficaces cuadrillas de aceituneros foráneos, con todos los papeles en regla, y por eso, les digan lo que les digan, van a seguir confiando en ellos. Entre otras cosas porque, en muchos casos, los consideran mejores braceros que sus vecinos del pueblo que ahora miran de nuevo al campo, del que tanto habían renegado. Otra cosa son los casos, por suerte minoritarios, de algunos empresarios desaprensivos que utilizan la mano de obra extranjera para sus abusos laborales y salariales.

La principal consecuencia de este goteo incesante de inmigrantes, quizá la que más nos sonroja cada año, es la falta de alojamientos para todos. Es cierto, y así hay que reconocerlo, que Jaén tiene una red provincial de albergues única y modélica en el resto del país, pero también es cierto que ésta resulta insuficiente una y otra vez, y más este año donde se ha reducido de cinco a tres días la estancia máxima en estos centros. Quizá la solución no sea abrir más albergues, aunque nunca vendría mal, pero lo que sí tengo claro es que la obligación de todos, y digo de TODOS, es garantizar un techo para esas personas, víctimas del desaliento y de una sociedad cada vez menos humanizada.

Por eso, cuando los medios de comunicación retratan las escenas de la vergüenza, las de inmigrantes durmiendo en la calle entre cartones o alguna manta agujereada, los políticos salen en tromba a criticar esas noticias que tanto remueven sus conciencias. Total, pensarán, que importancia tiene que una docenas de negritos a los que no ha llamado nadie no tengan un lugar donde cobijarse del frío. Y quizá por ello la solución más ingeniosa que se les ocurre es pagarles billetes de autobús para que se vayan a otro pueblo. Sin darse cuenta, ¿o quizá sí?, están institucionalizando un itinerario de la angustia y la pobreza.

Sé que el problema de la inmigración es mucho más complejo que todo eso, y trasciende el ámbito local. Es un tema que habla, y mucho, de la enorme brecha social entre los países ricos y los pobres. Pero eso no debe servirnos de excusa para mirar hacia otro lado. Las instituciones harían bien de presumir menos de su esfuerzo económico para atender a los inmigrantes, pero también los empresarios deberían dignificar su nombre y comprometerse, vía convenio colectivo, a alojar a quienes les proporcionan pingües beneficios económicos. Y también denunciar a quienes, los menos, cobijan a los temporeros en condiciones miserables.

Menos mal que siempre habrá organizaciones sociales y humanitarias que, de una forma callada y sin tanta petulancia, suplen la labor que les correspondería a otros. ¿Qué sería sin ellos?