Egipto, pinceladas de un turista

Egipto, pinceladas de un turista

José Manuel Fernández [Periodista]

El Royal Viking (pronúnciese vaiking, por favor) es una motonave muy al estilo brithis, es decir, lujosa en su interior, pero discreta en la apariencia externa. Su misión es recorrer el Nilo, navegando de arriba a abajo del amplio curso fluvial, para llevar a los turistas hasta los últimos rincones de la antigua civilización egipcia. Desde Luxor a Aswan en busca de los grandes tesoros arqueológicos, que los guías locales explican con orgullo.

El barco navega dulcemente a contracorriente. Se observa nítida la línea divisoria de humedad que mantiene a raya el desierto. Todo es como habíamos imaginado, pero más plácido. En la lejanía del horizonte, una caravana de camellos nos permite soñar aventuras de otras épocas. En las minúsculas islas que ha creado el río, algunos agricultores se afanan en recoger productos de huerta, y devuelven con desdén los saludos de los turistas, como si fueran vecinos nuevos de un amplio patio de comunidad.

En realidad, el Royal Viking no deja de ser también un vestigio en sí mismo, si observamos pacientemente su funcionamiento interior, donde todavía parecen sobrevivir personajes de la vieja escenografía colonial: camareros, cocineros, ordenanzas y guías, pero también, al final de la pasarela de salida, porteadores, cocheros, maleteros y pedigüeños.

Desde el balcón del camarote, se asiste con emoción al espectáculo que a cada momento se exhibe en el agua o la orilla. Algunos niños se atreven a adentrarse en el abundante caudal del río con una modesta tabla de surf, en la confianza de saber que ya no hay cocodrilos por debajo del gran lago Nasser, con el único propósito de acercarse a los turistas, ofrecerles una baratija o cantarles una canción en su idioma, a cambio de unas monedas.

---Una sonrisa por un euro, señor.

Los egipcios tienen asumida esta realidad social desde que el Nilo les cosió a su ribera: aceptan que otros sean los que disfruten de este entorno envidiable por unos días, y que ellos sigan ejerciendo de mano de obra barata, pero nunca permitirán que se les arrebate la tranquilidad de poseer este tesoro. Es su forma de vida que, si bien no da para muchos lujos, permite este modo de convivencia sosegado y un tanto anárquico al que están acostumbrados.

El gran río abre hoy sus brazos a todo el mundo con la misma generosidad milenaria que fue tan útil a sus antiguos pobladores. Desde Sudán a Alejandría o Cairo, propios y extraños conviven en una experiencia distópica, que nadie quiere poner en riesgo: porteadores, camelleros y comerciantes, peatones en general, todo el mundo  exhibe sus habilidades con destreza digital, y pone precio a sus servicios y productos. Sin agobios, sin agobios, repiten ellos, pero regateando hasta la extenuación para venderle al turista alguna baratija, que será la prueba de su triunfo.

La capital Cairo, la última etapa del viaje, se nos muestra finalmente como la gran megápolis que es, con publicidad internacional en inglés. Sigue siendo la ciudad que corona el delta del río, su franja más fértil, pero con una economía diversificada. La cuna de la civilización convertida ahora en la capital administrativa, donde coexisten en armonía los hoteles de lujo americanos, protegidos por la sombra de las grandes pirámides de Giza, las otras megaestructuras que han sido testigos durante siglos del permanente choque atronador de culturas que ha sido Egipto.

Tal vez por eso todo se vuelve aquí tan endiabladamente atractivo y contradictorio. El tráfico en las calles, sin semáforos ni pasos de cebra, sería la versión suicida del desarrollo, el objetivo furibundo que pretenden alcanzar los egipcios a toda prisa. No veo otro modo de explicar cómo se ha salvado el legado de los faraones a tantos siglos de permanente agitación, o anarquía, según se mire, y que el tráfico de vehículos constituya una expresión de identidad tan palpable. Ahmed, nuestro guía, nos advierte de la sorpresa que supone no comprender la debacle de vehículos a motor que siempre está a punto de producirse, y que forma parte de la realidad cotidiana de la capital. El escándalo de bocinas es incesante, para completar el paisaje.

Ahora Cairo aúna el esfuerzo colectivo de la nación para hacerse internacional, a través de la dinámica turística. Grandes rascacielos donde otrora hubo aldeas. A su lado, suburbios infectos de un atractivo sin igual, junto al gran bazar, donde reina Jordi, ese otro faraón del comercio que emigró de Barcelona. Todos lo buscan desesperadamente, como si él tuviera la llave de todos los enigmas orientales y la potestad de entregar al viajero la lámpara de Aladino que todos andamos buscando. El no regatea pero dicen que es el que más vende.

En los arrabales de Aswan conocí a Fátima una niña de piel oscura y grandes ojos, a quien su padre envía a diario a mendigar un euro a los turistas, a cambio de unas pulseritas de colores que ellos mismos confeccionan en familia. No es una niña mendiga, en realidad es un disfraz lo que viste, por necesidades del guión. Cerca de allí, Mustafá y Alí hacen lo propio, pero ya desde sus negocios en la galería comercial, con miles de objetos, prendas y souvenirs que ofrecen a los visitantes ocasionales que llegan a la ciudad para conocer las ruinas del viejo templo.

La aventura de Egipto radica precisamente en asimilar esa filosofía de vida, tan intensa y tan llena de contradicciones. Es entrar en un bucle del tiempo donde todo es posible, grotesco, dramático y cómico, y aceptarlo sin más.

Siempre he pensado que los egipcios son especiales, muy diferentes a otros pueblos árabes más proclives al radicalismo. El gran río confirma todos los mitos, los grandes mitos, aquellos que  hacen permanecer a sus gentes.

Pero, por favor, no me pregunten por la comida.

 

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