Lola González

Su nombre, así, de sopetón, puede que no les diga nada. A mí en un principio me ocurrió eso cuando leí en el periódico que había fallecido a los 68 años víctima de un cáncer de pulmón. Sin embargo, alguna neurona se debió activar en el cerebro para indagar en los archivos de la memoria. Hace 38 años  Dolores González Ruiz me produjo un sentimiento de rabia e impotencia. Resultó herida en un atentado en el que un grupo ultraderechista asesinó, un 24 de enero de 1977, a cuatro abogados y a un empleado de Telefónica en un despacho laboralista de Comisiones Obreras en la calle Atocha de Madrid.

En ese año estudiaba yo Periodismo y vivía en esa misma calle. La tragedia me produjo un doble impacto: por su brutalidad y por su cercanía. Lola González  se recuperó de sus heridas, a pesar de que su mandíbula quedó desfigurada para siempre. Desconozco si las secuelas psicológicas las mantuvo hasta su último aliento. Su marido, Javier Sauquillo, fue uno de los abogados laboralistas asesinados en aquel despacho por un grupo entre los que se hallaba un guardaespaldas de Blas Piñar, líder del partido fascista Fuerza Nueva, que tras empujar a la pared de la sala que ocupaban a una decena de los reunidos, los ametralló a mansalva.

Lola González Ruiz había sufrido antes otro cruel mazazo cuando en enero de 1969, en pleno franquismo, estaba a punto de casarse con su compañero Enrique Ruano, estudiante de Derecho como ella, miembros del Frente Obrero del clandestino Frente de Liberación Popular. Él murió asesinado al ser precipitado por una escalera durante la inspección policial, a la que fue conducido por la fuerza, de un piso en Madrid donde se alojaban unos amigos de ambos. Lola cayó en una profunda depresión y no pudo asistir al entierro de su novio.

Desconozco si finalmente pudo superar con el tiempo esas dos tragedias. Lo que sí sé es que Lola nunca abandonó su lucha como mujer, como abogada y como sindicalista. Y no lo sé, pero intuyo que con su mandíbula medio destrozada ha debido masticar día tras día la ignominia de una sociedad que quiso enterrar en el olvido un pasado en el que muchos dejaron derramada su sangre. Y sobre esa sangre derramada luego se construyó el boom del ladrillo y el posterior ladrillazo de la crisis.

Lola González Ruiz fue víctima de un atentado primero y víctima del olvido después. Perseguida por el franquismo, ninguneada por la transición e ignorada por la democracia. Poco le importó a ella, entregada a la defensa de las causas vecinales. Primero desde un gabinete de Urbanismo en Madrid y luego en varios despachos laboralistas de Comisiones Obreras en Santander. Sin hacer ruido. Con su pena negra dentro.

Valgan estas líneas en recuerdo de una luchadora como sencillo homenaje a todos los demócratas olvidados de esta llamada democracia.