Franco, la gran excusa

Lo de Franco fue y sigue siendo una obsesión para mucha gente, incluso desde la distancia que marcan ya los 40 años de su muerte, que se cumplen este 2015. Sin duda, será mayor el desasosiego entre los que le conocieron (es un decir), porque ellos han podido comparar y les duele la crisis institucional de los últimos tiempos, por pura decepción. Otros, jóvenes en la transición pero crecidos políticamente ya en un marco de libertades, lo ven diferente, con más tranquilidad.

Lejos de un perfil apasionado sobre el tema, las generaciones más cercanas no saben a qué atenerse. La dictadura les suena a milonga, por opiniones tomadas de aquí y allá, más trufadas de rencor de lo que considerarían necesario, aunque también constituye un avance sustancial haber superado la dicotomía de buenos y malos que marcó a sus antecesores.

Los hay, eso sí, revisionistas de la historia por no haber logrado un desquite a la afrenta que les supuso el desenlace de la guerra civil y la plácida muerte del dictador en su cama, con todo realmente atado a sus pies. Los del signo contrario, en cambio, lamentan las consecuencias políticas de la transición, que solo ha traído, aseguran, separatismo, corrupción y desatino.

El caso es que, entre los nostálgicos de uno y otro signo, nadie admite la historia como una narración de hechos ciertos, sino como un proceso de análisis permanente que debería concluir en un desenlace de justicia, en función de sus postulados. Están los del borrón y cuenta nueva y están también los de la justicia universal retrospectiva, según y cómo. En este contexto todos los episodios históricos adquieren siempre un significado político múltiple y, casi siempre, interesado.

No hablo de los que suscribieron el pacto constitucional y, de alguna manera, consintieron en negociar con el régimen (o sus residuos) en favor de una convivencia estable, necesaria para construir un futuro en paz. En realidad, estaban obligados a ello, aunque alguno quisiera verse borrado de aquella foto al día de hoy.  La reciente abdicación de Juan Carlos I les ha dado la razón, porque el rey impuesto por Franco representaba el último eslabón de la cadena que aún nos ataba al dictador. No así su hijo, el rey Felipe, que no por casualidad ha retomado el ordinal histórico de los Reyes españoles, en una pirueta que quiere dejar atrás la dictadura, como si no hubiera existido.

El de hoy es un rey plenamente constitucional. Su padre, no, porque para acceder al trono debió jurar los principios del Movimiento Nacional. Todos lo sabían, pero nadie lo ha recordado en el tránsito de la abdicación.

Ahora, los hijos de los padres de la Constitución se sienten liberados de ese compromiso firmado en 1978. Estos quieren otra cosa. Todavía no se sabe muy bien qué, si un rearme moral, una regeneración democrática del sistema, un federalismo asimétrico o, simplemente, una alternativa que permita romper con el pasado y ajustarle definitivamente las cuentas a los responsables de la crisis que, si buscamos bien, lo mismo tienen todavía mucho que ver con el régimen franquista. A este carro, no hace falta decirlo, se suben los de siempre, aquellos que desearían acabar con unos y otros.

De la última oleada, los más imberbes no dicen nada todavía, les importa un bledo el asunto, en buena medida porque les han aburrido de la cosa pública con tanta corrupción y tanta política insustancial.  El problema es que éstos desconocen hasta qué punto su futuro está aún en manos de sus mayores, cuyo comportamiento y objetivos los marcan impulsos e intereses muy diferentes a  los suyos. Al final no tendrán más remedio que coger las riendas y asumir su responsabilidad, como han hecho todas las generaciones.

Claro que, en caso de dificultad, siempre les quedará también a ellos el recurso de echarle la culpa a Franco, como hicieron sus padres.