Equidistancia imposible

Establecer equidistancias se ha vuelto uno de los recursos más habituales de quienes carecen de recursos en política, o prefieren obtener réditos de todo tipo de cuestiones y en circunstancias poco decorosas. Otras veces es la instrumentalización la fórmula fácil: si no puedes o no sabes rebatir, traslada  la invectiva  a la generalidad y así el enemigo quedará desubicado. Es más, el adversario, identificado como tal, finalmente acabará siendo el peor parado del razonamiento.

Así, resulta políticamente correcto mantenerse a prudencial distancia tanto del terrorismo como de sus víctimas, como si éstas fueran parte integrante del problema y, por tanto, debiera caer sobre ellas una maldición de silencio. Es la equidistancia, como fórmula para mantenerse al margen de los asuntos incómodos, aunque de la lectura final que se haga, se deduzca una injusticia flagrante. En términos políticos, todo se relativiza, hasta lo miserable.

Ahora la equidistancia se refleja en lo que algunos analistas califican de reto soberanista y, los más prudentes, de cuestión catalana. El caso es que el problema adquiere tintes irreconocibles, que repetidos con insistencia, se vuelven verdades insoslayables, para así poder sacar partido a la situación.

Por lo que parece, nadie está dispuesto a llamar a las cosas por su nombre, ni a aventurar un posible final por temor a equivocarse, sabido que en política todo son arenas movedizas y, lo que hoy parece blanco, mañana será negro. Por eso todo el mundo prefiere la equidistancia, y hacer un llamamiento a ambas partes para que se establezca el diálogo. Eso sí, nadie dice sobré qué cuestiones habrá que dialogar, situando así el diálogo en el objetivo final del trayecto a recorrer. En realidad,  lo que se pretende, es no conceder bazas políticas al adversario, con independencia de lo que establezca la legalidad.

Nadie dirá, sobre el problema catalán, que nos hallamos ante una intentona sediciosa en toda regla, que es un delito tipificado, y que sus promotores ya hace tiempo que se situaron en la ilegalidad. ¿Acaso no hemos condenado siempre cualquier posibilidad de diálogo con los delincuentes?

¿Por qué no decir, en este marco de  apaciguamiento permanente con que se muestra la clase política con los dirigentes separatistas, que el final puede ser aún más dramático que cualquiera de los escenarios descritos hasta ahora? La historia ya refleja algún episodio parecido en nuestro país, en forma de desafío a la segunda República, sobre el que parece nadie quiere reparar.

El problema no va de reconocimiento de derechos o libertades, ni siquiera el de expresión de la voluntad de decidir, sino de saber si estaríamos dispuestos a permitir la destrucción en una futura Cataluña independiente, de todo vestigio de identidad española, lingüística y cultural, aún en minoría, sin hacer nada para impedirlo. La aberración del movimiento separatista catalán tiene raíces más profundas de lo que en apariencia creemos.

Por eso, en estas circunstancias, las equidistancias, más que indecorosas, resultan infames.