Café de cesantes

La moda reciente de las terrazas invernales, cosa del tabaco, nos ofrece también la exposición pública de todo tipo de personajes desocupados, que desean mostrarse o dejarse ver ante el gran público aunque sea de forma pasiva. Se sientan como antes, a la hora del desayuno, y allí permanecen durante horas, saludando a unos y otros e indagando sobre asuntos en apariencia trascendentes, como cuando pintaban en el tema.
Entre los desocupados, destaca la clase de los cesantes, hombres y mujeres que hasta hace poco exhibían su condición de cargo público o autoridad, y ahora se resisten a volver al anonimato. Llaman la atención y saludan a todo el mundo, a diferencia de antes, en eso sí han cambiado. Alguno, incluso, expresa justas aspiraciones de volver al primer plano de la actualidad. El problema es que ahora, la gestión pública se ha vuelto una asignatura muy dura de aprobar, con estos tiempos tan difíciles que corren.
Los cesantes permanecen sentados en la terraza acondicionada para fumadores, como un lunes al sol de cualquier parado, ante una taza de café ya agotada y la mirada perdida en el horizonte, a la espera de noticias que les hagan retornar a la actualidad. Siguen manteniendo largas conversaciones a través del móvil, con aquellos que aún se ponen al otro lado. Porque lo que es la ajetreada actividad de otro tiempo, esa ya ha decaído, como el mando en plaza.
El Café de Cesantes acoge lo mismo a un concejal que a un diputado venido a menos, como el viejo casino de antaño, con sus moradores jubilados antes de tiempo o los terratenientes adinerados que se acomodan a perpetuidad en el mullido sillón, siempre dispuestos a contar batallitas. Parece una nueva galería del Museo de Cera donde quedan plantadas las siluetas inmóviles de viejas glorias amortizadas por el tiempo y, en este caso, por la ingrata actividad política.