Caudillos, políticos y fontaneros
Los políticos se forman en la ambición, en la competitividad que supone alcanzar una meta dentro de un partido, en la lucha interna por situarse en una lista de candidatos, cuanto más arriba mejor, y no en el esfuerzo intelectual. Carecen, por lo general, de una base profesional sólida en el plano técnico y humanístico que avale su gestión posterior al frente de las instituciones, porque en su inquietud política se alistan normalmente demasiado jóvenes. Me refiero, claro está, a los políticos de andar por casa, a los de todos los días.
¿Sería esta una causa directa del deficiente sistema educativo español a que hacen alusión los sucesivos informes PISA? Si una persona carece de una formación rigurosa, tampoco sabrá apreciar la importancia de tenerla.
Alguien me dirá también que los políticos no son más que una muestra significativa del nivel intelectual medio de la población española en general, y habría que aceptarlo. En el fondo, todos, como sociedad, somos una consecuencia de nosotros mismos, valga la redundancia.
El problema se plantea cuando esa muestra media de nuestra endeble musculatura intelectual, se convierte en la vanguardia del país, el punto de referencia tras el cual se sitúa toda la sociedad en busca de su progreso.
En el siglo XIX español, con una amplia tradición liberal y progresista, es raro encontrar un dignatario político cuya biografía no estuviera repleta de títulos académicos y distinciones culturales y sociales. Por ese motivo, no era fácil asistir a mandatos presididos exclusivamente por el aval del liderazgo personal o, menos aún, el simple carisma o caudillismo de alguno de ellos. El imperio de la razón obligaba a dejar el poder en las manos adecuadas, aunque no fuera por mucho tiempo.
La inestabilidad política de aquella época no debe confundirse con la parálisis de las instituciones, como a veces ocurre hoy. Una sociedad madura medita sus decisiones con el rigor propio de la importancia que conllevan, y la política forma parte de ese tipo de decisiones importantes.
Ahora, en cambio, son otro conjunto de factores y elementos, los que presiden el proceso selectivo de nuestra clase política, y pocas veces el rigor intelectual, que se corresponde con valores éticos de respeto y tolerancia, constituye un requisito. Mejor dicho, casi nunca lo es, pese al creciente distanciamiento que manifiesta la sociedad respecto a sus dirigentes. La mercadotecnia, los estudios sociológicos son los que definen las necesidades y marcan las pautas para nombrar candidatos y elaborar programas electorales. Eso y las lealtades personales, aparte del afán del interesado. La eficacia, la preparación académica, casi nunca resulta ser un factor laudatorio.
Al contrario que en otras épocas, el político actual forja su valía profesional en el desempeño de los sucesivos cargos a los que le lleva el partido, para finalmente encontrar acomodo en un puesto privilegiado del sector privado que, desde luego, nunca hubiera soñado alcanzar si no fuera por la política. No siempre ocurre así, pero el ejemplo resulta demasiado frecuente como para obviarlo.
Los ideólogos, filósofos de la política en otro tiempo, han dejado su lugar a los fontaneros, gente muy versada en el día a día de los partidos, pero alejada de los criterios que la sociedad ha protegido siempre como valores intelectuales y morales. Así, a nadie debe extrañar que, a veces, con tanto fontanero, la cosa haga aguas por todas partes.