Loyola virgen extra

Loyola de Palacio hizo un par de visitas a la provincia de Jaén, en su época de ministra de Agricultura, a finales de los noventa. Visitas fugaces, como es costumbre en los miembros del Gobierno, pero intensas.

Parece como si se quisieran resolver en unas pocas horas cuestiones pendientes de muchos años, con solo la buena intención.  Desde luego, mejor eso que lo de otros políticos que tienden a prodigarse en exceso, solo para apacentar el rebaño propio y vender una y otra vez, proyectos de la comunidad eternamente inacabados.

Loyola de Palacio mostró aquí en todo momento un rostro amable y una cercanía personal que la mayoría de sus acompañantes ni se molestaban en aparentar, a causa de lo intempestivo del día. La  primera vez que vino a Jaén, quiso conocer personalmente una explotación olivarera, la forma en que se recoge la aceituna y el posterior proceso de molturación para fabricar el aceite. Se le organizó un programa para la jornada que evidenciaba la dureza de las faenas agrícolas, en un cortijo de las inmediaciones de Torredonjimeno, y hasta allí nos desplazamos una amplia comitiva para acompañarla.

Después, de vuelta de la finca, en la Venta Valeriano saludó a todo el mundo, apretando la mano con firmeza uno por uno a los presentes, ciertamente sorprendidos por la llaneza de la ministra y sus conocimientos sobre el sector. Algunas de sus propuestas sobre apertura de mercados y mejora de la calidad sonaban aún a iniciativas poco menos que inalcanzables.

Como colofón, en el mismo local se le había preparado un café y pastas, pensando que eso sería lo más aconsejable para recuperar fuerzas, en una mujer diligente pero recatada como ella. Loyola de Palacio desechó el café, amablemente, porque prefería manzanilla. Ante el nuevo ofrecimiento de uno de sus ayudantes con otra taza humeante, insistió en que lo que quería era manzanilla, pero de la fría.

--Yo lo que quiero es manzanilla de la otra, la que se sirve en copa, a ver si entro en calor. Y si es posible, una tapita de jamón.

Inmediatamente, repuestos de la perplejidad, todos los presentes hicieron desaparecer como por ensalmo las tazas de café y platos de pastas, para hacerse con unos catavinos e imitar a la ministra, alabando su ocurrencia de tomar unos finos, aunque fueran las cinco de la tarde. Por lo visto, Loyola de Palacio había preparado su visita a Jaén más concienzudamente de lo que pensaban las autoridades locales, porque allí también se habló del vino andaluz como referente paralelo al mercado del olivar. A ninguno se le ocurrió mostrarle las bondades del aceite de oliva de la comarca, y tuvo que ser ella también quien lo reclamara para acompañar un pedazo de pan.

Ahora, a Loyola de Palacio le acaban de rendir un homenaje en la sede del Parlamento Europeo, en Bruselas. Unas dependencias del organismo comunitario llevarán su nombre. Según los que conocen el tema, fue la ministra de Agricultura española que más contribuyó a la mejora del sector olivarero. En Jaén en cambio, jamás nadie la ha vuelto a recordar, ni siquiera aquellos que más se han beneficiado de su gestión.