Un frío discurso sobre terrorismo

El magistrado Javier Gómez Bermúdez diserta sobre terrorismo sin apasionamiento,  como si de una fría materia académica se tratara.

Seguramente lo hace por la costumbre de convivir a diario con el problema, o porque, con esa metodología, puede ofrecer un panorama más fácil de digerir para la audiencia.  Habla con seguridad jurídica, como pretendiendo dar una respuesta matemática a las preocupaciones de la sociedad, pero en realidad parece más que da respuesta a sus propias preocupaciones. Por eso, no deja de tener cierta impostura su discurso.

Tanta frialdad desconcierta si no nos abstraemos del país donde ejerce como juez.

Su reciente intervención, en el Colegio de Abogados de Jaén, tuvo la virtud y el defecto de distanciarse del tema para, así, trazar un recorrido aséptico por la memoria histórica española, y analizar cómo esa experiencia, que arranca del último cuarto del siglo XIX, había tenido como respuesta legislativa,  la edificación de un entramado jurídico completo y avanzado, que resulta sumamente eficaz en la lucha contra la violencia política y constituye un modelo para otros países.

La virtud del magistrado fue, efectivamente, distanciarse y aportar un análisis frío de la situación. Su defecto, alejarse también del sufrimiento de las víctimas, lo cual  distorsiona la percepción del fenómeno terrorista y los objetivos que lo mueven, que no son otros que el chantaje a través del dolor indiscriminado. Sin dolor, no hay terrorismo.

Se trata, por tanto, de un sentimiento humano que no puede ser excluido de la definición técnico-jurídica que contempla al terrorismo.

El sufrimiento histórico de una nación como la nuestra, afirmó acertadamente  Gómez Bermúdez, nos ha otorgado también la experiencia necesaria para actuar con prudencia y serenidad en los momentos difíciles, sobre todo a la hora de dar una respuesta  al problema, pero eso no es razón suficiente para dejar de tener en cuenta el principal efecto que provoca la barbarie. La serenidad, el hecho de no exteriorizar el dolor con reacciones destempladas, no elimina la raíz del problema, solo ayuda a superarlo si viene acompañado de la solidaridad y el arropamiento general de las víctimas, algo de lo que no puede quedar exenta la justicia.

Con demasiada frecuencia olvidamos que el terrorismo moderno no elige ya a sus víctimas en razón a su origen o condición, sino que busca provocar el mayor número y daño posible entre ellas. Por eso, el sufrimiento, que se socializa, constituye  una parte inseparable del fenómeno terrorista, porque en él radica el chantaje de la acción violenta cuando su propósito es socavar el alma social de un Estado para someterlo o destruirlo. Por ese mismo motivo, las víctimas y la reparación que merecen deben también formar  parte esencial de la solución.

La justicia no puede limitarse a la aplicación de medidas jurídicas represivas o cautelares, aún cuando éstas respondan a un esfuerzo legislativo sin parangón en occidente, afirmación más que discutible si tenemos en cuenta recientes decisiones judiciales de escasa solvencia legal, por especulativas. En ese plano, la reflexión jurídica se convierte en valoración política, y ahí un juez siempre pisará terreno pantanoso.